Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al
cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a predicar por todas
partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los
acompañaban (Mc 16,19-20).
Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus
manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado
hacia el cielo. Ellos se postraron ante Él y se volvieron a Jerusalén con gran
alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios (Lc 24,50-53).
Queridos hermanos y hermanas:
Este año había decidido participar en vuestra Asamblea
general anual, el jueves 21 de mayo, fiesta de la Ascensión del Señor, pero se
ha cancelado a causa de la pandemia que nos afecta a todos. Por eso, deseo
enviaros a todos vosotros este mensaje, para haceros llegar, igualmente, lo que
tengo en el corazón para deciros. Esta fiesta cristiana, en estos tiempos
inimaginables que estamos viviendo, me parece aún más rica de sugerencias para
el camino y la misión de cada uno de nosotros y de toda la Iglesia.
Celebramos la Ascensión como una fiesta y, sin
embargo, en ella se conmemora la despedida de Jesús de sus discípulos y de este
mundo. El Señor asciende al Cielo, y la liturgia oriental narra el estupor de
los ángeles al ver a un hombre que con su cuerpo sube a la derecha del Padre.
No obstante, mientras Cristo estaba para ascender al Cielo, los discípulos
—que, además, lo habían visto resucitado— no parecían que hubiesen entendido
aún lo sucedido. Él iba a dar inicio al cumplimiento de su Reino y ellos se perdían
todavía en sus propias conjeturas. Le preguntaban si iba a restaurar el reino
de Israel (cf. Hch 1,6). Pero, cuando Cristo los dejó, en vez
de quedarse tristes, volvieron a Jerusalén «con gran alegría», como escribe
Lucas (24,52). Sería extraño que no hubiera ocurrido nada. En efecto, Jesús ya
les había prometido la fuerza del Espíritu Santo, que descendería sobre ellos
en Pentecostés. Este es el milagro que cambió las cosas. Y ellos cobraron
seguridad, porque confiaron todo al Señor. Estaban llenos de alegría. Y la
alegría en ellos era la plenitud de la consolación, la plenitud de la presencia
del Señor.
Pablo escribe a los Gálatas que la plenitud del gozo
de los Apóstoles no es el efecto de unas emociones que satisfacen y alegran. Es
un gozo desbordante que se puede experimentar solamente como fruto y como don
del Espíritu Santo (cf. 5,22). Recibir el gozo del Espíritu Santo es una
gracia. Y es la única fuerza que podemos tener para predicar el Evangelio, para
confesar la fe en el Señor. La fe es testimoniar la alegría que nos da el
Señor. Un gozo como ese no nos lo podemos dar nosotros solos.
Jesús, antes de irse, dijo a los suyos que les
mandaría el Espíritu, el Consolador. Y así entregó también al Espíritu la obra
apostólica de la Iglesia, durante toda la historia, hasta su venida. El
misterio de la Ascensión, junto con la efusión del Espíritu en Pentecostés,
imprime y confiere para siempre a la misión de la Iglesia su rasgo genético más
íntimo: el de ser obra del Espíritu Santo y no consecuencia de nuestras
reflexiones e intenciones. Y este es el rasgo que puede hacer fecunda la misión
y preservarla de cualquier presunta autosuficiencia, de la tentación de tomar
como rehén la carne de Cristo —que asciende al Cielo— para los propios
proyectos clericales de poder.
Cuando, en la misión de la Iglesia, no se acoge ni se
reconoce la obra real y eficaz del Espíritu Santo, quiere decir que, hasta las
palabras de la misión —incluso las más exactas y las más reflexionadas— se han
convertido en una especie de “discursos de sabiduría humana”, usados para auto
glorificarse o para quitar y ocultar los propios desiertos interiores.
La alegría del
Evangelio
La salvación es el encuentro con Jesús, que nos ama y
nos perdona, enviándonos el Espíritu, que nos consuela y nos defiende. La
salvación no es la consecuencia de nuestras iniciativas misioneras, ni siquiera
de nuestros razonamientos sobre la encarnación del Verbo. La salvación de cada
uno puede ocurrir sólo a través de la perspectiva del encuentro con Él, que nos
llama. Por esto, el misterio de la predilección inicia —y no puede no iniciar—
con un impulso de alegría, de gratitud. La alegría del Evangelio, esa “alegría
grande” de las pobres mujeres que, en la mañana de Pascua, fueron al sepulcro
de Cristo y lo hallaron vacío, y que luego fueron las primeras en encontrarse
con Jesús resucitado y corrieron a decírselo a los demás (cf. Mt 28,8-10).
Sólo así, el ser elegidos y predilectos puede testimoniar ante todo el mundo,
con nuestras vidas, la gloria de Cristo resucitado.
Los testigos, en cualquier situación humana, son
aquellos que certifican lo que otro ha hecho. En este sentido —y sólo así—,
podemos nosotros ser testigos de Cristo y de su Espíritu. Después de la
Ascensión, como cuenta el final del Evangelio de Marcos, los apóstoles y los
discípulos «se fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba
confirmando la palabra con las señales que los acompañaban» (16,20). Cristo,
con su Espíritu, da testimonio de sí mismo mediante las obras que lleva a cabo
en nosotros y con nosotros. La Iglesia —explicaba ya san Agustín— no rogaría al
Señor que les concediera la fe a aquellos que no conocen a Cristo, si no
creyera que es Dios mismo el que dirige y atrae hacia sí la voluntad de los
hombres. La Iglesia no haría rezar a sus hijos para pedir al Señor la
perseverancia en la fe en Cristo, si no creyese que es el mismo Señor quien
tiene en su mano nuestros corazones. En efecto, si la Iglesia le rogase estas
cosas, pero pensara que se las puede dar a sí misma, significaría que sus
oraciones no serían auténticas, sino solamente fórmulas vacías, frases hechas,
formalismos impuestos por el conformismo eclesiástico (cf. El don de la
perseverancia. A Próspero y a Hilario, 23.63).
Si no se reconoce que la fe es un don de Dios, tampoco
tendrían sentido las oraciones que la Iglesia le dirige. Y no se manifestaría a
través de ellas ninguna sincera pasión por la felicidad y por la salvación de
los demás y de aquellos que no reconocen a Cristo resucitado, aunque se dedique
mucho tiempo a organizar la conversión del mundo al cristianismo.
Es el Espíritu Santo quien enciende y custodia la fe
en los corazones, y reconocer este hecho lo cambia todo. En efecto, es el
Espíritu el que suscita y anima la misión, le imprime connotaciones “genéticas”,
matices y movimientos particulares que hacen del anuncio del Evangelio y de la
confesión de la fe cristiana algo distinto a cualquier proselitismo político o
cultural, psicológico o religioso.
He recordado muchos de estos rasgos distintivos de la misión
en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium; retomo
algunos de ellos.
Atractivo. El misterio de la Redención
entró y continúa obrando en el mundo a través de un atractivo que puede
fascinar el corazón de los hombres y de las mujeres, porque es y parece más
atrayente que las seducciones basadas en el egoísmo, consecuencia del pecado.
«Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado», dice Jesús
en el Evangelio de Juan (6,44). La Iglesia siempre ha repetido que seguimos a
Jesús y anunciamos su Evangelio por esto: por la fuerza de atracción que
ejercen el mismo Cristo y su Espíritu. La Iglesia —afirmó el Papa Benedicto
XVI—– crece en el mundo por atracción y no por proselitismo (cf. Homilía en la Misa de apertura
de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Aparecida, 13 mayo
2007: AAS 99 [2007], 437). San Agustín decía que Cristo se nos
revela atrayéndonos. Y, para poner un ejemplo de este atractivo, citaba al
poeta Virgilio, según el cual toda persona es atraída por aquello que le gusta.
Jesús no sólo es atrayente para nuestra voluntad, sino también para nuestro
gusto (cf. Comentario al Evangelio de San Juan, 26, 4). Cuando uno
sigue a Jesús, contento por ser atraído por Él, los demás se darán cuenta y
podrán asombrarse de ello. La alegría que se transparenta en aquellos que son
atraídos por Cristo y por su Espíritu es lo que hace fecunda cualquier
iniciativa misionera.
Gratitud y gratuidad. La alegría de
anunciar el Evangelio brilla siempre sobre el fondo de una memoria agradecida.
Los apóstoles nunca olvidaron el momento en el que Jesús les tocó el corazón:
«Era como la hora décima» (Jn 1,39). El acontecimiento de la
Iglesia resplandece cuando en él se manifiesta el agradecimiento por la
iniciativa gratuita de Dios, porque «Él nos amó» primero (1 Jn 4,10),
porque «fue Dios quien hizo crecer» (1 Co 3,6). La predilección
amorosa del Señor nos sorprende, y el asombro —por su propia naturaleza— no
podemos poseerlo por nosotros mismos ni imponerlo. No es posible “asombrarse a
la fuerza”. Sólo así puede florecer el milagro de la gratuidad, el don gratuito
de sí. Tampoco el fervor misionero puede obtenerse como consecuencia de un
razonamiento o de un cálculo. Ponerse en “estado de misión” es un efecto del
agradecimiento, es la respuesta de quien, en función de su gratitud, se hace
dócil al Espíritu Santo y, por tanto, es libre. Si no se percibe la
predilección del Señor, que nos hace agradecidos, incluso el conocimiento de la
verdad y el conocimiento mismo de Dios —ostentados como posesión que hay que
adquirir con las propias fuerzas— se convertirían, de hecho, en “letra que
mata” (cf. 2 Co 3,6), como demostraron por vez primera san
Pablo y san Agustín. Sólo en la libertad del agradecimiento se conoce
verdaderamente al Señor. Y resulta inútil —y, más que nada, inapropiado—
insistir en presentar la misión y el anuncio del Evangelio como si fueran un
deber vinculante, una especie de “obligación contractual” de los bautizados.
Humildad. Si la verdad y la fe, la
felicidad y la salvación no son una posesión nuestra, una meta alcanzada por
nuestros méritos, entonces el Evangelio de Cristo se puede anunciar solamente
desde la humildad. Nunca se podrá pensar en servir a la misión de la Iglesia
con la arrogancia individual y a través de la ostentación, con la soberbia de
quien desvirtúa también el don de los sacramentos y las palabras más auténticas
de la fe, haciendo de ellos un botín que ha merecido. No se puede ser humilde
por buena educación o por querer parecer cautivadores. Se es humilde si se
sigue a Cristo, que dijo a los suyos: «Aprended de mí, que soy manso y humilde
de corazón» (Mt 11,29). San Agustín se pregunta cómo es posible
que, después de la Resurrección, Jesús se dejó ver sólo por sus discípulos y
no, en cambio, por los que lo habían crucificado. Responde que Jesús no quería
dar la impresión de querer «burlarse de quienes le habían dado muerte. Era más
importante enseñar la humildad a los amigos que echar en cara a los enemigos la
verdad» (Discurso 284, 6).
Facilitar, no complicar. Otro rasgo de la
auténtica obra misionera es el que nos remite a la paciencia de Jesús, que
también en las narraciones del Evangelio acompañaba siempre con misericordia
las etapas de crecimiento de las personas. Un pequeño paso, en medio de las
grandes limitaciones humanas, puede alegrar el corazón de Dios más que las
zancadas de quien va por la vida sin grandes dificultades. Un corazón misionero
reconoce la condición actual en la que se encuentran las personas reales, con
sus límites, sus pecados, sus debilidades, y se hace «débil con los débiles» (1
Co 9,22). “Salir” en misión para llegar a las periferias humanas no
quiere decir vagar sin dirección ni sentido, como vendedores impacientes que se
quejan de que la gente es muy ruda y anticuada como para interesarse por su
mercancía. A veces se trata de aminorar el paso para acompañar a quien se ha
quedado al borde del camino. A veces hay que imitar al padre de la parábola del
hijo pródigo, que deja las puertas abiertas y otea todos los días el horizonte,
con la esperanza de la vuelta de su hijo (cf. Lc 15,20). La
Iglesia no es una aduana, y quien participa de algún modo en la misión de la
Iglesia está llamado a no añadir cargas inútiles a las vidas ya difíciles de las
personas, a no imponer caminos de formación sofisticados y pesados para gozar
de aquello que el Señor da con facilidad. No pongamos obstáculos al deseo de
Jesús, que ora por cada uno de nosotros y nos quiere curar a todos, salvar a
todos.
Cercanía en la vida “cotidiana”. Jesús encontró a
sus primeros discípulos en la orilla del lago de Galilea, mientras estaban
ocupados en su trabajo. No los encontró en un convenio, ni en un seminario de
formación, ni en el templo. Desde siempre, el anuncio de salvación de Jesús
llega a las personas allí donde se encuentran y así como son en la vida de cada
día. La vida ordinaria de todos, la participación en las necesidades,
esperanzas y problemas de todos, es el lugar y la condición en la que quien ha
reconocido el amor de Cristo y ha recibido el don del Espíritu Santo puede dar
razón a quien le pregunte de la fe, de la esperanza y de la caridad. Caminando
juntos, con los demás. Principalmente en este tiempo en el que vivimos, no se
trata de inventar itinerarios de adiestramiento “dedicados”, de crear mundos
paralelos, de construir burbujas mediáticas en las que hacer resonar los
propios eslóganes, las propias declaraciones de intenciones, reducidas a
tranquilizadores “nominalismos declaratorios”. He recordado ya otras veces —a
modo de ejemplo—, que en la Iglesia hay quien continúa a evocar enfáticamente
el eslogan: “Es la hora de los laicos”, pero mientras tanto parece que el reloj
se hubiera parado.
El “sensus fidei” del Pueblo de Dios. Hay una
realidad en el mundo que tiene una especie de “olfato” para el Espíritu Santo y
su acción. Es el Pueblo de Dios, predilecto y llamado por Jesús, que, a su vez,
sigue buscándolo y clama siempre por Él en las angustias de la vida. El Pueblo
de Dios mendiga el don de su Espíritu; confía su espera a las sencillas
palabras de las oraciones y nunca se acomoda en la presunción de la propia
autosuficiencia. El santo Pueblo de Dios reunido y ungido por el Señor, en
virtud de esta unción, se hace infalible “in credendo”, como enseña
la Tradición de la Iglesia. La acción del Espíritu Santo concede al Pueblo de
los fieles un “instinto” de la fe —el sensus fidei— que le
ayuda a no equivocarse cuando cree lo que es de Dios, aunque no conozca los
razonamientos ni las formulaciones teológicas para definir los dones que
experimenta. Es el misterio del pueblo peregrino que, con su espiritualidad
popular, camina hacia los santuarios y se encomienda a Jesús, a María y a los
santos; que recurre y se revela connatural a la libre y gratuita iniciativa de
Dios, sin tener que seguir un plan de movilización pastoral.
Predilección por los pequeños y por los pobres. Todo impulso
misionero, si está movido por el Espíritu Santo, manifiesta predilección por
los pobres y por los pequeños, como signo y reflejo de la preferencia que el
Señor tiene por ellos. Las personas directamente implicadas en las iniciativas
y estructuras misioneras de la Iglesia no deberían justificar nunca su falta de
atención a los pobres con la excusa —muy usada en ciertos ambientes
eclesiásticos— de tener que concentrar sus propias energías en los cometidos
prioritarios de la misión. La predilección por los pobres no es algo opcional
en la Iglesia.
Las dinámicas y los criterios arriba descritos forman
parte de la misión de la Iglesia, animada por el Espíritu Santo. Normalmente,
en los enunciados y en los discursos eclesiásticos, se reconoce y afirma la
necesidad del Espíritu Santo como fuente de la misión de la Iglesia, pero
también sucede que tal reconocimiento se reduce a una especie de “homenaje
formal” a la Santísima Trinidad, una fórmula introductoria convencional para
las intervenciones teológicas y para los planes pastorales. Hay en la Iglesia muchas
situaciones en las que el primado de la gracia se reduce a un postulado
teórico, a una fórmula abstracta. Sucede que muchos proyectos y organismos
vinculados a la Iglesia, en vez de dejar que se transparente la obra del
Espíritu Santo, acaban confirmando solamente la propia autorreferencialidad.
Muchos mecanismos eclesiásticos a todos los niveles parecen estar absorbidos
por la obsesión de promocionarse a sí mismos y sus propias iniciativas, como si
ese fuera el objetivo y el horizonte de su misión.
Hasta aquí he querido retomar y volver a proponer
criterios y sugerencias sobre la misión de la Iglesia que ya había expuesto de
forma más extensa en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium. Lo he hecho porque
creo que también para las OMP puede ser útil y fecundo —y no aplazable—
confrontarse con esos criterios y sugerencias en esta etapa de su camino.
Las OMP y el tiempo
presente:
talentos a desarrollar, tentaciones y enfermedades a evitar
talentos a desarrollar, tentaciones y enfermedades a evitar
¿Hacia dónde conviene mirar de cara al presente y al
futuro de las OMP? ¿Cuáles son los estorbos que hacen el camino más gravoso?
En la fisionomía, es decir, en la identidad de las
Obras Misionales Pontificias, se aprecian ciertos rasgos distintivos —algunos,
por así decirlo, genéticos; otros, adquiridos durante el largo recorrido
histórico— que con frecuencia se descuidan o se dan por supuestos. Pues bien,
esos rasgos justamente pueden custodiar y hacer preciosa —sobre todo en el
momento presente— la contribución de esta “red” a la misión universal, a la que
toda la Iglesia está llamada.
- Las Obras Misionales nacieron de forma
espontánea del fervor misionero manifestado por la fe de los
bautizados. Existe y permanece una íntima afinidad, una familiaridad entre las
Obras Misionales y el sensus fidei infalible in
credendo del Pueblo fiel de Dios.
- Las Obras Misionales, desde el principio,
avanzaron sobre dos “binarios” o, mejor dicho, sobre dos vías que van
siempre paralelas y que, en su sencillez, han sido siempre familiares al
corazón del Pueblo de Dios: la oración y la caridad,
en la forma de limosna, que «libra de la muerte y purifica del pecado» (Tb 12,9),
el «amor intenso» que «tapa multitud de pecados» (cf. 1 P 4,8).
Los fundadores de las Obras Misionales, empezando por Pauline Jaricot, no se
inventaron las oraciones y las obras a las que confiar sus intenciones de
anunciar el Evangelio, sino que las tomaron simplemente del tesoro inagotable
de los gestos más cercanos y habituales para el Pueblo de Dios en camino por la
historia.
- Las Obras Misionales, surgidas de forma
gratuita en la trama de la vida del Pueblo de Dios, por su configuración
simple y concreta, han sido reconocidas y valoradas por la Iglesia de Roma y
por sus obispos, quienes, en el último siglo, han pedido poder adoptarlas como
peculiar instrumento del servicio que ellos prestan a la Iglesia universal. De
aquí que se haya atribuido a tales Obras la calificación de “Pontificias”.
Desde ese momento, resalta en la fisionomía de las OMP su característica de
instrumento de servicio para sostener a las Iglesias particulares en la obra
del anuncio del Evangelio. De este modo, las Obras Misionales Pontificias se
ofrecieron con docilidad como instrumento de servicio a la Iglesia, dentro del
ministerio universal desempeñado por el Papa y por la Iglesia de Roma, que
“preside en la caridad”. Así, con su propio itinerario y sin entrar en
complicadas disputas teológicas, las OMP han desmentido los argumentos de
aquellos que, también en los ambientes eclesiásticos, contraponen de modo
inadecuado carismas e instituciones, leyendo siempre las relaciones entre ambas
realidades a través de una engañosa “dialéctica de principios”. En cambio, en
la Iglesia, incluso los elementos estructurales permanentes —como los
sacramentos, el sacerdocio y la sucesión apostólica— son continuamente
recreados por el Espíritu Santo y no están a disposición de la Iglesia como un
objeto de posesión adquirida (cf. Card. J. Ratzinger, Los movimientos
eclesiales y su colocación teológica. Intervención durante el Convenio
mundial de movimientos eclesiales, Roma, 27-29 mayo 1998).
- Las Obras Misioneras, desde su primera
difusión, se estructuraron como una red capilar extendida en el Pueblo
de Dios, totalmente sujeta y, de hecho, “inmanente” a las redes de las
instituciones y realidades ya presentes en la vida eclesial, como las diócesis,
las parroquias, las comunidades religiosas. La vocación peculiar de las
personas implicadas en las Obras Misionales nunca se ha vivido ni percibido
como una vía alternativa, como una pertenencia “externa” a las formas
ordinarias de la vida de las Iglesias particulares. La invitación a la oración
y a la colecta de recursos para la misión siempre se ha ejercido como un
servicio a la comunión eclesial.
- Las Obras Misionales, convertidas con el
tiempo en una red extendida por todos los continentes, manifiestan por su
propia configuración la variedad de matices, condiciones, problemas y dones que
caracterizan la vida de la Iglesia en los diferentes lugares del mundo. Una
pluralidad que puede proteger contra homogenizaciones ideológicas y
unilateralismos culturales. En este sentido, también a través de las OMP se
puede experimentar el misterio de la universalidad de la Iglesia, en la que la
obra incesante del Espíritu Santo crea armonía entre las distintas voces,
mientras que el Obispo de Roma, con su servicio de caridad, ejercido también a
través de las Obras Misionales Pontificias, custodia la unidad de la fe.
Todas las características hasta aquí descritas pueden
ayudar a las Obras Misionales Pontificias a evitar las insidias y patologías
que amenazan su camino y el de otras muchas instituciones eclesiales. Señalaré
algunas de ellas.
Insidias a evitar
Autorreferencialidad. Las
organizaciones y los entes eclesiásticos, más allá de las buenas intenciones de
cada particular, acaban a veces replegándose sobre sí mismos, dedicando sus
fuerzas y su atención, sobre todo, a su propia promoción y a la celebración de
sus propias iniciativas en clave publicitaria. Otros parecen dominados por la
obsesión de redefinir continuamente su propia relevancia y sus propios espacios
en el seno de la Iglesia, con la justificación de querer relanzar mejor su
propia misión. Por estas vías —dijo una vez el entonces cardenal Joseph
Ratzinger— se alimenta también la idea falsa de que una persona es más
cristiana si está más comprometida en estructuras intraeclesiales, cuando en
realidad casi todos los bautizados viven la fe, la esperanza y la caridad en su
vida ordinaria, sin haber formado parte nunca de comisiones eclesiásticas y sin
interesarse por las últimas novedades de política eclesial (cf. Una
compañía siempre reformable, Conferencia en el “Meeting de Rimini”, 1
septiembre 1990).
Ansia de mando. Sucede a veces que
las instituciones y los organismos surgidos para ayudar a la comunidad
eclesial, poniendo al servicio los dones suscitados en ellos por el Espíritu
Santo, pretenden ejercer con el tiempo supremacías y funciones de control en
las comunidades a las que deberían servir. Esta postura suele ir acompañada por
la presunción de ejercitar el papel de “depositarios” dispensadores de
certificados de legitimidad hacia los demás. De hecho, en estos casos, se
comportan como si la Iglesia fuera un producto de nuestros análisis, de
nuestros programas, acuerdos y decisiones.
Elitismo. Entre aquellos que forman parte
de organismos o entidades estructuradas de la Iglesia, gana terreno, en
diversas ocasiones, un sentimiento elitista, la idea no declarada de pertenecer
a una aristocracia, a una clase superior de especialistas que busca ampliar sus
propios espacios en complicidad o competencia con otras élites eclesiásticas, y
que adiestra a sus miembros con los sistemas y las lógicas mundanas de la
militancia o de la competencia técnico-profesional, con el propósito principal
de promover siempre sus propias prerrogativas oligárquicas.
Aislamiento del pueblo. La tentación
elitista en algunas realidades vinculadas a la Iglesia va a veces acompañada
por un sentimiento de superioridad y de intolerancia hacia la multitud de los
bautizados, hacia el Pueblo de Dios que quizás asiste a las parroquias y a los
santuarios, pero que no está compuesto de “activistas” comprometidos en
organizaciones católicas. En estos casos, también se mira al Pueblo de Dios
como a una masa inerte, que tiene siempre necesidad de ser reanimada y
movilizada por medio de una “toma de conciencia” que hay que estimular a través
de razonamientos, llamadas de atención, enseñanzas. Se actúa como si la certeza
de la fe fuera consecuencia de palabras persuasivas o de métodos de
adiestramiento.
Abstracción. Los organismos y las realidades
vinculadas a la Iglesia, cuando son autorreferenciales, pierden el contacto con
la realidad y se enferman de abstracción. Se multiplican encuentros inútiles de
planificación estratégica, para producir proyectos y directrices que sólo
sirven como instrumentos de autopromoción de quien los inventa. Se toman los
problemas y se seccionan en laboratorios intelectuales donde todo se manipula y
se barniza según las claves ideológicas de preferencia; donde todo, se puede
convertir en simulacro fuera de su contexto real, incluso las referencias a la
fe y las menciones a Jesús y al Espíritu Santo.
Funcionalismo. Las
organizaciones autorreferenciales y elitistas, incluso en la Iglesia,
frecuentemente acaban dirigiendo todo hacia la imitación de los modelos de
eficiencia mundanos, como aquellos impuestos por la exacerbada competencia
económica y social. La opción por el funcionalismo garantiza la ilusión de
“solucionar los problemas” con equilibrio, de tener las cosas bajo control, de
acrecentar la propia relevancia, de mejorar la administración ordinaria de lo
que se tiene. Pero, como ya os dije en el encuentro que tuvimos en 2016, una
Iglesia que tiene miedo a confiarse a la gracia de Cristo y que apuesta por la
eficacidad del sistema está ya muerta, aun cuando las estructuras y los
programas en favor de clérigos y laicos “auto-afanados” durase todavía siglos.
Consejos para el
camino
Mirando al presente y al futuro, y buscando también
dentro del itinerario de las OMP los recursos para superar las insidias del
camino y seguir adelante, me permito daros algunas sugerencias, para ayudaros
en vuestro discernimiento. Puesto que habéis iniciado también un proceso de
reconsideración de las OMP que queréis que esté inspirado por las indicaciones
del Papa, ofrezco a vuestra consideración criterios y sugerencias generales,
sin entrar en detalles, porque los contextos diferentes pueden requerir de
igual modo adaptaciones y variaciones.
1) En la medida en que podáis, y sin hacer demasiadas
conjeturas, custodiad o redescubrid la inserción de las OMP en el seno
del Pueblo de Dios, su inmanencia respecto a la trama de la vida real en
que nacieron. Sería buena una “inmersión” más intensa en la vida real de las
personas, tal como es. A todos nos hace bien salir de la cerrazón de las
propias problemáticas internas cuando se sigue a Jesús. Conviene adentrarse en
las circunstancias y en las condiciones concretas, cuidando o procurando
también restituir la capilaridad de la acción y de los contactos de las OMP en
su entrelazamiento con la red eclesial —diócesis, parroquias, comunidades,
grupos—. Si se da preferencia a la propia inmanencia al Pueblo de Dios, con sus
luces y sus dificultades, se puede huir mejor de la insidia de la abstracción.
Es necesario dar respuesta a las preguntas y a las exigencias reales, más que
formular o multiplicar propuestas. Quizás, desde el cuerpo a cuerpo con la vida
ordinaria, y no desde cenáculos cerrados o a partir de análisis teóricos sobre
las propias dinámicas internas, podrán surgir además intuiciones útiles para
cambiar y mejorar los propios procedimientos operativos, adaptándolos a los
diversos contextos y a las diversas circunstancias.
2) Mi sugerencia es encontrar el modo en el que la
estructura esencial de las OMP siga unida a las prácticas de la oración
y de la colecta de recursos para las misiones, algo valioso y apreciado,
debido a su elementalidad y concreción. Esto manifiesta la afinidad de las OMP
con la fe del Pueblo de Dios. Aun con toda la flexibilidad y demás adaptaciones
que se requieran, conviene que este modelo elemental de las OMP no se olvide ni
se altere. Orar al Señor para que Él abra los corazones al Evangelio y suplicar
a todos para que sostengan también en lo concreto la obra misionera. En esto
hay una sencillez y una concreción que todos pueden percibir con gozo en el
tiempo presente, en el cual, incluso en la circunstancia del flagelo de la
pandemia, se nota por todas partes el deseo de estar y de quedarse cerca de
todo aquello que es, simplemente, Iglesia. Buscad también nuevos caminos,
nuevas formas para vuestro servicio; pero, al hacerlo, no es necesario
complicar lo que es simple.
3) Las OMP son —y así deben experimentarse— un instrumento
de servicio a la misión de las Iglesias particulares, en el horizonte
de la misión de la Iglesia, que abarca siempre todo el mundo. En esto consiste
su contribución siempre preciosa al anuncio del Evangelio. Todos estamos
llamados a custodiar por amor y gratitud, también con nuestras obras, los
brotes de vida teologal que el Espíritu de Cristo hace germinar y crecer donde
Él quiere, incluso en los desiertos. Por favor, en la oración, pedid primero
que el Señor nos disponga a discernir las señales de su obrar, para después
indicárselas a todo el mundo. Sólo esto puede ser útil: pedir que, para
nosotros, en lo íntimo de nuestro corazón, la invocación al Espíritu Santo no
se reduzca a un postulado estéril y redundante de nuestras reuniones y de
nuestras homilías. Sin embargo, no es útil hacer conjeturas y teorías sobre
grandes estrategias o “directivas centrales” de la misión a las que delegar, como
a presuntos y fatuos “depositarios” de la dimensión misionera de la Iglesia, la
tarea de volver a despertar el espíritu misionero o de dar licencias misioneras
a los demás. Si, en alguna situación, el fervor de la misión disminuye, es
signo de que está menguando la fe. Y, en tales casos, la pretensión de reanimar
la llama que se apaga con estrategias y discursos acaba por debilitarla aún más
y hace avanzar sólo el desierto.
4) El servicio llevado a cabo por las OMP, por su
naturaleza, pone a los agentes en contacto con innumerables
realidades, situaciones y acontecimientos que forman parte del gran flujo
de la vida de la Iglesia en todos los continentes. En este flujo podemos
encontrarnos con muchas lentitudes y esclerosis que acompañan a la vida
eclesial, pero también con los dones gratuitos de curación y consolación que el
Espíritu Santo esparce en la vida cotidiana de lo que podría llamarse la “clase
media de la santidad”. Y vosotros podéis alegraros y exultar saboreando los
encuentros que puedan surgir gracias al trabajo de las OMP, dejándoos
sorprender por ellos. Pienso en las historias que he escuchado de muchos
milagros que ocurren entre los niños, que quizás se encuentran con Jesús a
través de las iniciativas propuestas por la Infancia misionera. Por eso,
vuestra acción no se puede “esterilizar” en una dimensión exclusivamente
burocrática-profesional. No pueden existir burócratas o funcionarios de la
misión. Y vuestra gratitud puede hacerse a la vez don y testimonio para todos.
Podéis indicar para el consuelo de todos —con los medios que tenéis, sin
artificiosidad—, las vicisitudes de personas y comunidades que vosotros podéis
encontrar con mayor facilidad que otros; personas y comunidades en las que
brilla gratuitamente el milagro de la fe, de la esperanza y de la caridad.
5) La gratitud ante los prodigios que realiza el Señor
entre sus predilectos, los pobres y los pequeños a los que Él revela lo que es
escondido a los sabios (cf. Mt 11,25-26), también os puede
ayudar a sustraeros de las insidias de los replegamientos
autorreferenciales y a salir de vosotros mismos en el seguimiento a
Jesús. La idea de una acción misionera autorreferencial, que se pasa el tiempo
contemplándose e incensándose por sus propias iniciativas, sería en sí misma un
absurdo. No dediquéis demasiado tiempo y recursos a “miraros” y a redactar
planes centrados en los propios mecanismos internos, en la funcionalidad y en
las competencias del propio sistema. Mirad hacia fuera, no os miréis al espejo.
Romped todos los espejos de vuestra casa. Los criterios a seguir, también en la
realización de los programas, tienen que mirar a aligerar, a hacer más
flexibles las estructuras y los procesos, más que a cargar con adicionales
elementos estructurales la red de las OMP. Por ejemplo, que cada director
nacional, durante su mandato, se comprometa a individuar algún potencial
sucesor, teniendo como único criterio el de indicar no a personas de su círculo
de amigos o compañeros de “cordada” eclesiástica, sino a personas que le
parezca que tienen más fervor misionero que él.
6) Con referencia a la colecta de recursos para
ayudar a la misión, ya en ocasión de otros encuentros pasados, llamé la
atención sobre el riesgo de transformar las OMP en una ONG dedicada sólo a la
recaudación y a la asignación de fondos. Esto depende del ánimo con que se
hacen las cosas, más que de lo que se hace. En cuanto a la recaudación de
fondos puede ser ciertamente aconsejable, y aún más oportuno, utilizar con
creatividad incluso metodologías actualizadas de búsqueda de financiaciones por
parte de potenciales y beneméritos patrocinadores. Pero, si en algunas zonas
disminuye la recaudación de donativos —también por el debilitamiento de la
memoria cristiana—, en esos casos, podemos estar tentados de resolver nosotros
el problema “cubriendo” la realidad y poniendo todo el esfuerzo en un sistema
de colecta más eficaz, que busque grandes donantes. Sin embargo, el sufrimiento
por la pérdida de la fe y por la disminución de los recursos no hay que eliminarlo,
sino hay que ponerlo en las manos del Señor. Y, de todas formas, es bueno que
la petición de donativos para las misiones siga dirigiéndose prioritariamente a
toda la multitud de los bautizados, buscando también una forma nueva para la
colecta en favor de las misiones que se realiza en las Iglesias de todos los
países en octubre, con ocasión de la Jornada Mundial de las Misiones. La
Iglesia continúa, desde siempre, yendo hacia adelante también gracias al óbolo
de la viuda, a la contribución de toda la multitud de personas que se sienten
sanadas y consoladas por Jesús y que, por ello, por su inmensa gratitud, donan
lo que tienen.
7) Con respecto al uso de las donaciones recibidas,
discernid siempre con un apropiado sensus Ecclesiae la
distribución de los fondos, para sostener las estructuras y los proyectos que,
de distintos modos, realizan la misión apostólica y el anuncio del Evangelio en
las distintas partes del mundo. Tened siempre en cuenta las verdaderas
necesidades primarias de las comunidades y, al mismo tiempo, evitad formas de
asistencialismo que, en vez de ofrecer instrumentos al fervor misionero, acaban
por entibiar los corazones y alimentar también dentro de la Iglesia fenómenos
de clientela parasitaria. Con vuestra contribución, buscad dar respuestas
concretas a exigencias objetivas, sin dilapidar los recursos en iniciativas con
connotaciones abstractas, replegadas sobre sí mismas o fabricadas por el
narcisismo clerical de alguien. No cedáis al complejo de inferioridad ni a las
tentaciones de imitar a aquellas organizaciones tan funcionales que recogen
fondos para causas justas y luego destinan un buen porcentaje de ellos para
financiar su estructura y promocionar su propia identidad. También esto se
convierte a veces en un modo para cuidar los propios intereses, aunque hagan
ver que trabajan en favor de los pobres y necesitados.
8) Por lo que respecta a los pobres, no os
olvidéis de ellos tampoco vosotros. Esta fue la recomendación que, en
el Concilio de Jerusalén, los apóstoles Pedro, Juan y Santiago dieron a Pablo,
Bernabé y Tito, que discutían sobre su misión entre los incircuncisos: «Sólo
nos pidieron que nos acordáramos de los pobres» (Ga 2,10). Después
de aquella recomendación, Pablo organizó las colectas en favor de los hermanos
de la Iglesia de Jerusalén (cf. 1 Co 16,1). La predilección
por los pobres y los pequeños es parte de la misión de anunciar el Evangelio,
que está desde el principio. Las obras de caridad espirituales y corporales
hacia ellos manifiestan una “preferencia divina” que interpela la vida de fe de
todo cristiano, llamado a tener los mismos sentimientos de Jesús (cf. Flp 2,5).
9) Las OMP, con su red difundida por todo el
mundo, reflejan la rica variedad del “pueblo con muchos rostros” reunido
por la gracia de Cristo, con su fervor misionero. Fervor que no es igual de
intenso ni vivaz en todo tiempo y lugar. Y, además, la misma urgencia
compartida de confesar a Cristo muerto y resucitado, se manifiesta con tonos
diversos, según los diversos contextos. La revelación del Evangelio no se
identifica con ninguna cultura y, en el encuentro con nuevas culturas que no
han acogido la predicación cristiana, no es necesario imponer una forma
determinada cultural junto con la propuesta evangélica. Hoy, también en el
trabajo de las OMP, conviene no llevar cargas pesadas; conviene custodiar su
perfil variado y su referencia común a los rasgos esenciales de la fe. También
puede ofuscar la universalidad de la fe cristiana la pretensión de estandarizar
la forma del anuncio, tal vez orientado todo hacia clichés o a eslóganes que
están de moda en algunos círculos de ciertos países cultural o políticamente
dominantes. A este respecto, también la relación especial que une a las OMP con
el Papa y con la Iglesia de Roma representa un recurso y un apoyo a la
libertad, que ayuda a todos a sustraerse de modas pasajeras, de servilismos a
escuelas de pensamiento unilateral o a homogeneizaciones culturales con
características neocolonialistas; fenómenos que, por desgracia, se dan también
en contextos eclesiásticos.
10) Las OMP no son en la Iglesia un ente
independiente, suspendido en el vacío. Dentro de su especificidad, que
conviene cultivar y renovar siempre, está el vínculo especial que las une al
Obispo de la Iglesia de Roma, que preside en la caridad. Es hermoso y
confortante reconocer que este vínculo se manifiesta en una labor llevada a
cabo con la alegría, sin buscar aplausos o reclamar pretensiones; una obra que,
justamente en su gratuidad, se entrelaza con el servicio del Papa, siervo de
los siervos de Dios. Os pido que el carácter distintivo de vuestra cercanía al
Obispo de Roma sea precisamente este: compartir el amor a la Iglesia, reflejo
del amor a Cristo, vivido y manifestado en el silencio, sin jactarse, sin
delimitar el “terreno propio”; con un trabajo cotidiano que se inspire en la
caridad y en su misterio de gratuidad; con una obra que sostenga a innumerables
personas interiormente agradecidas, pero que quizás no saben a quién dar las
gracias, porque desconocen hasta el nombre de las OMP. El misterio de la
caridad en la Iglesia se lleva a cabo así. Sigamos caminando juntos hacia
adelante, felices de avanzar en medio de las pruebas, gracias a los dones y a
las consolaciones del Señor. Mientras tanto, reconocemos con alegría en cada
paso, que todos somos siervos inútiles, empezando por mí.
Conclusión
Id con ardor: en el camino que os espera hay mucho que
hacer. Si hubiera que experimentar cambios en los procedimientos, sería bueno
que estos mirasen a aligerar y no a aumentar los pesos; que se dirigiesen a
ganar flexibilidad operativa y no a producir nuevos sistemas rígidos y siempre
amenazados de introversión; teniendo presente que una excesiva centralización,
más que ayudar, puede complicar la dinámica misionera. Y también que una articulación
a escala puramente nacional de las iniciativas pondría en peligro la fisionomía
misma de la red de las OMP, además del intercambio de dones entre las Iglesias
y comunidades locales, algo que se experimenta como fruto y signo tangible de
la caridad entre hermanos, en comunión con el Obispo de Roma.
En cualquier caso, pedid siempre que toda
consideración relativa a la organización operativa de las OMP esté iluminada
por lo único necesario: un poco de amor verdadero a la Iglesia, como reflejo
del amor a Cristo. Vuestra tarea se realiza al servicio del fervor apostólico,
es decir, al impulso de vida teologal que sólo el Espíritu Santo puede operar
en el Pueblo de Dios. Preocupaos de hacer bien vuestro trabajo, «como si todo
dependiese de vosotros, sabiendo que, en realidad, todo depende de Dios» (S.
Ignacio de Loyola). Como ya os dije en otro encuentro, tened la prontitud de
María. Cuando fue a casa de Isabel, María no lo hizo como un gesto propio: fue
como sierva del Señor Jesús, al que llevaba en su seno. No dijo nada de sí
misma, sólo llevó al Hijo y alabó a Dios. Ella no era la protagonista. Fue como
la sierva de aquel que es también el único protagonista de la misión. Pero no
perdió el tiempo, fue de prisa, para asistir a su pariente. Ella nos enseña esta
prontitud, la prisa de la fidelidad y de la adoración.
Que la Virgen os custodie a vosotros y a las Obras
Misionales Pontificias, y que su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, os bendiga.
Él, antes de subir al Cielo, nos prometió que estaría siempre con nosotros
hasta el final de los tiempos.
Dado en Roma, en San Juan de Letrán, el 21 de mayo de
2020, Solemnidad de la Ascensión del Señor.
Francisco
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