Durante tres semanas he podido comprobar en primera persona la verdadera dimensión de lo que está sucediendo en Nicaragua y es mucho más terrible de lo que vemos en las noticias. He acompañado a médicos que clandestinamente curan a jóvenes heridos de bala por la policía y paramilitares de Ortega porque en los hospitales públicos los médicos tienen prohibido atenderlos (si lo hacen son despedidos, como ya le ha ocurrido a decenas), he visto cómo la policía tatuaba con una jeringa las siglas del Frente Sandinista en el brazo de un niño de 14 años.
He hablado con padres que eran sandinistas, incluso orteguistas, cuyos hijos han sido asesinados por el régimen Ortega-Murillo por decir basta ya a la dictadura y he llorado con ellos. He podido compartir ilusiones y sueños con estudiantes talentosos que luego he visto como han sido secuestrados y llevados a las cárceles del régimen acusados de terrorismo. He charlado con un hombre santo, monseñor Silvio Báez, que me ha reconciliado con la iglesia que no tiene nada que ver con las jerarquías pegadas al poder.
He compartido mesa y frijoles con la mujer más digna y empoderada que he conocido en mi vida, la líder campesina Chica Ramírez, que desafió casi en solitario a Ortega desde hace 5 años para evitar el disparate del canal interoceánico.
He visto la tristeza en los ojos de antiguos guerrilleros que vieron como otro sátrapa se robaba el sueño revolucionario y traicionaba los más básicos principios. He podido comprobar como mis compañeros periodistas de medios independientes nicaragüenses son amenazados, perseguidos, asesinados por contar qué esta sucediendo.
No he visto ni el más mínimo indicio de financiación de la CIA, gobiernos extranjeros y otras sandeces que todavía hay que escuchar por parte de algunos sectores de la izquierda estalinista y trasnochada europea cuyos voceros no aguantarían ni un día bajo un régimen como el que defienden. He visto a escuadrones de la muerte en sus camionetas Hylux, acompañados de policías, intimidando a la población.
He caminado por una Managua solitaria y asustada, donde no hay turismo, no hay casi restaurantes abiertos, donde antes de las 6 de la tarde todo el mundo está encerrado en casa. He vivido en un hotel cerrado donde mi compañero cámara, Isidro Prieto, y yo hemos sido los únicos huéspedes, un hotel que antes del 18 de abril llenaba sus habitaciones con facilidad por su ubicación y calidad. En Nicaragua no hay nada normal, aunque en las televisiones del régimen, compradas por Ortega con el dinero del petróleo venezolano, la perturbada de la vicepresidenta Rosario Murillo insista machaconamente que todo está normal.
He tenido que salir del país precipitadamente tras el aviso de que habíamos sido detectados y ante el riesgo de ser deportado como una compañera documentalista brasileña a la que tuvieron detenida 30 horas y borraron todo el material que había registrado con su cámara.
He visto en Costa Rica cómo viven muchísimos de los más de 25.000 exiliados que han llegado en los últimos tres meses. Me he emocionado acompañando a la comandante Masha, la joven enferma de cáncer que se mantuvo en las barricadas y se convirtió en un símbolo de la lucha antiorteguista, para dar ánimo en un albergue de San José a decenas de nicas que llegaron con lo puesto huyendo de la represión, de la muerte o la cárcel.
Pero también he visto a una sociedad civil que, aunque muy golpeada, sigue creyendo en la insurrección cívica, no en las armas, para hacer que caiga el régimen dictatorial. Una sociedad que llena las calles en cada marcha, en cada plantón, a pesar de los enormes riesgos para la vida que eso supone. Una sociedad que se merece que la comunidad internacional reaccione de una vez y actúe en consecuencia de lo que está sucediendo. Hoy el asunto llega al Consejo de Seguridad de la ONU. Ojalá se lo tomen en serio.
Daniel Rodríguez Moya, confidencial.com.ni