Pelagianismo y gnosticismo, esos “sutiles enemigos” de la santidad

En el segundo capítulo de la Exhortación Apostólica “Gaudete et Exsultate”, el Papa reflexiona sobre esas que define «dos falsificaciones de la santidad que podrían desviarnos del camino: el gnosticismo y el pelagianismo».  


Una vez más, pues, el Papa se refiere a estas dos herejías «que surgieron en los primeros siglos cristianos, pero que siguen teniendo alarmante actualidad» (35). 


Para tratar de explicar qué tienen que ver el gnosticismo y el pelagianismo con la llamada universal a la santidad en un texto papal, es conveniente partir precisamente de la naturaleza de la santidad, cómo es vivida la y cómo es considerada en la Iglesia y en su enseñanza. 




Santidad y gracia 


También esta exhortación repite, de muchas maneras y en varios pasajes, que la santidad proviene de Dios. Es un fruto y don de la gracia en la vida de la Iglesia. 


Esto quiere decir que la santidad no es el resultado de un esfuerzo proprio, no es una montaña que hay que escalar con las propias fuerzas. Quiere decir que no se pueden hacer estrategias o programas pastorales para “producir” santidad. Quiere decir, principalmente, que es Cristo mismo el que inicia y perfecciona la santidad. Por ello, la santidad es el tesoro de la Iglesia: porque, si existen santos, quiere decir que Cristo está vivo y que sigue operando en ellos, acariciando y cambiando sus vidas, y nosotros podemos ver sus efectos. Y por ello es verdadero también que las «propuestas engañosas» del pelagianismo y del gnosticismo representan un obstáculo para la llamada universal a ser santos. Estas, efectivamente, proponen en diferentes formas los antiguos engaños pelagiano o gnóstico: es decir ocultan o cancelan la necesidad de la gracia de Cristo, o bien vacían la dinámica real y gratuita de su acción. 


Pelagianismo: Jesús como “buen ejemplo” 


San Agustín escribió que el error venenoso de los pelagianos de su época era la pretensión de identificar la gracia de Cristo en «su ejemplo, y no en el don de su presencia». Según Pelagio, el monje del siglo V cuyo nombre dio pie a la antigua herejía, la naturaleza de todos los seres humanos no había sido herida por el pecado de Adán, por lo que todos siempre habrían sido capaces de elegir el bien y evitar el pecado ejerciendo simplemente la propia fuerza de voluntad. Para Pelagio, Cristo vino sobre todo para dar un buen ejemplo, y había que seguirlo como a un maestro de vida para aprender a cultivar la propia virtud moral. Pero este camino podía ser recorrido contando con las propias fuerzas y prescindiendo de Él, del don de la ayuda de su gracia. 


Al respecto, la Exhortación Apostólica “Gaudete et Exsultate” se sitúa en la lista de todas las declaraciones con las que el magisterio eclesial ha siempre repetido que en la condición real en la que se encuentran todos los seres humanos no es posible ser santos y ni siquiera se puede vivir una vida justa siguiendo solamente las huellas de Jesús sin la intervención de la gracia de Cristo, sin ser abrazados misteriosa, pero realmente, por su Espíritu. 


El Papa Francisco, entre otras cosas, cita el segundo Sínodo de Orange, que en 529 indicó que «aun el querer ser puros se hace en nosotros por infusión y operación sobre nosotros del Espíritu Santo». Cita también el Catecismo de la Iglesia Católica, para recordar que el reconocimiento de la absoluta necesidad de la gracia debería ser «una de las grandes convicciones definitivamente adquiridas por la Iglesia», puesto que « bebe del corazón del Evangelio» (55). 


En cambio, es necesario hacer cuentas con manifestaciones de la actitud pelagiana que se infiltra incluso en las prácticas más ordinarias de la vida eclesial. La Exhortación Apostólica identifica una huella pelagiana en todos los que «solo confían en sus propias fuerzas», e incluso cuando quieren demostrarse fieles a «cierto espíritu católico» (46), en realidad expresan «la idea de que todo se puede con la voluntad humana», incluso encauzada «por normas y estructuras eclesiales» (59).  


El Papa, por el contrario, escribe que la llamada universal a la santidad se dirige precisamente a quienes reconocen que en cada paso de la vida y de la fe se necesita siempre de la gracia. Porque, como se lee en el texto, «en esta vida las fragilidades humanas no son sanadas completa y definitivamente por la gracia» (49). Y el trabajo de la gracia no convierte a los hombres en superhombres, sino que «actúa históricamente y, de ordinario, nos toma y transforma de una forma progresiva» (50). 
  

Gnosticismo: “desencarnar” el cristianismo 


También la otra «propuesta engañosa» indicada por el Papa es asimilada a una antigua desfiguración de la novedad cristiana, la de las antiguas doctrinas gnósticas que a menudo absorbían palabras y verdades de la fe cristiana en sus sistemas conceptuales, pero al hacerlo vaciaban desde dentro el evento cristiano en su historicidad. 


Para las teorías gnósticas, la salvación consistía en un proceso de auto-divinización, un camino de conocimiento en el que el sujeto debía cobrar conciencia de lo divino que actuaba dentro de sí. Mientras la fe cristiana reconoce que la salvación y la felicidad para los seres humanos son un don gratuito de Dios, que alcanza al hombre desde el exterior, desde fuera de sí mismo. 


Por ello también las historias de quienes están llamados a la santidad, así como las de los santos ya beatificados y canonizados, están llenas de hechos, de encuentros, de circunstancias concretas en las que la acción de la gracia se hace perceptible y toca y cambia sus vidas. Análogamente a lo que le sucedió a los primeros discípulos de Cristo, que en el Evangelio pudieron incluso indicar la hora de su primer encuentro con Jesús. 


En cambio, escribe el Papa, la mentalidad gnóstica siempre elige la vía de los razonamientos abstractos y formales, y así pretende dominar, «domesticar el misterio» (40). Y este, también en la Iglesia, es el camino que emprenden a menudo los que no tienen paciencia, los que no esperan con humildad a que se revele el misterio, porque, como se lee en la Exhortación Apostólica, no soportan que «Dios nos supera infinitamente, siempre es una sorpresa y no somos nosotros los que decidimos en qué circunstancia histórica encontrarlo, ya que no depende de nosotros determinar el tiempo y el lugar del encuentro» (41). 


La Exhortación Apostólica advierte que un espíritu gnóstico puede insinuarse también en la actualidad en la vida de la Iglesia cada vez que se quiere prescindir de los hechos concretos y gratuitos con los que opera la gracia, y se toma la vía de la abstracción, que procede «desencarnando el misterio». Por ejemplo, sucede cuando prevalece la pretensión de reducir la pertenencia eclesial a «una serie de razonamientos y conocimientos» que hay que dominar (36), o a la «capacidad de comprender la profundidad de determinadas doctrinas» (37). Y, si el cristianismo es reducido a una serie de mensajes, de ideas, aunque fueran la idea de Cristo o la idea de la gracia, prescindiendo de su acción real, entonces, inevitablemente la misión de la Iglesia se reduce a una propaganda, a un mercadeo, es decir a la búsqueda de métodos para difundir esas ideas y convencer a los demás para que las sostengan. 


La Exhortación Apostólica señala también otras huellas de la mentalidad gnóstica que pueden encontrarse incluso en círculos eclesiales, como el elitismo de quienes se sienten superiores a las multitudes de bautizados, o el desprecio por los imperfectos, por los que caen, por los que los antiguos gnósticos habrían llamado “los carnales”. 


Como sea, frente a estos fenómenos de auto-repliegue eclesial, la Exhortación Apostólica no llama a batallas culturales en contra de neognósticos y neopelagianos. El Papa reza para que sea el Señor mismo quien libre a la Iglesia de las nuevas formas de gnosticismo y de pelagianismo que pueden frenar el camino de tantos «hacia la santidad» (62). El documento entero pretende, no estigmatizar las nuevas formas de pelagianismo o de gnosticismo, sino solamente invitar a todos a buscar cada día el rostro de los santos desperdigados entre el pueblo de Dios, y a reconocerlos como signo real y eficaz de la presencia de la misericordia de Cristo. 

(Gianni Valente, Fides)