En los discursos, nuestros indígenas son indispensables para el futuro; sin embargo, son cuestionables las políticas que dicen reconocerlos, subsisten relaciones históricas desiguales: la discriminación, la violación de sus derechos humanos fundamentales y el paternalismo que los utiliza para los juegos electorales.
En México, los pueblos y comunidades indígenas necesitan justicia y reconocimiento; muchas veces han sido bloqueados por la incomprensión y el populismo; lastimados con profundas heridas causadas por gobernantes y dirigentes que lucran con sus necesidades, poniéndoles en condiciones desventajosas; los indígenas viven en crisis, desprecio y pobreza. En los discursos, nuestros indígenas son indispensables para el futuro; sin embargo, son cuestionables las políticas que dicen reconocerlos, subsisten relaciones históricas desiguales: la discriminación, la violación de sus derechos humanos fundamentales y el paternalismo que los utiliza para los juegos electorales.
En 1994, el levantamiento en Chiapas volvió nuestra mirada a las zonas olvidadas del país. Frente a los polos ricos y pujantes de la economía, los pueblos indígenas del sureste advirtieron que México había caminado sin ellos. La rebelión tuvo dura respuesta de parte del gobierno, pero las negociaciones lograrían la concesión de la amnistía y de otros instrumentos legislativos que no secundaron la paz definitiva en el Estado.
En 2001, el Congreso de la Unión aprobó reformas sobre derechos indígenas tildadas de “oportunidad histórica”; no obstante, los cambios constitucionales no lograron satisfacer las expectativas sobre la cuestión. Los derechos indígenas aún quedan atados a caprichos políticos y manoseo de líderes que envilecen sus causas y necesidades; el desarrollo, en lugar de ser impulsado, es sometido por los dictados neoliberales, y ahora se pone en tela de juicio la viabilidad de las llamadas zonas económicas especiales, en lugares pobres y de muy alta marginación, para empoderar a empresas que realicen negocios a costa del sector social de la economía, que debería privilegiar el mercado interno de los pueblos y comunidades indígenas.
A esto se suma la desigualdad y desprecio cuando somos testigos de la pobreza indecente que provoca el abandono de pueblos enteros para incrementar la miseria; es de especial mención cómo algunas garantías elementales a la salud y vivienda, por ejemplo, son lujo cuando en muchas regiones no se alcanzan las mínimas condiciones de bienestar. Los procesos de diálogo han sido lentos y difíciles, lo que parece apurar y ser urgente para los sectores ricos, para los indígenas puede tardar años y décadas enteras. Seguimos en deuda con ellos.
La visita del Papa Francisco a Chiapas no será un evento folclórico que pudiera ser visto sólo como expresión de riqueza cultural; más allá de estas pretensiones, los ojos del mundo voltearán a una región notablemente atrasada y que no está a la par de México. Chiapas no es sólo paso de migrantes centroamericanos, es un Estado explotado en sus riquezas naturales y personas, de los más rezagados en alfabetización y desarrollo humano. Y el Papa Francisco ha llamado la atención sobre la riqueza de comunidades indígenas cuando “la conjunción de pueblos y culturas… es una forma de convivencia donde las partes conservan su identidad, construyendo juntas una pluralidad que no atenta sino que fortalece la unidad. La búsqueda de esa interculturalidad que combina la reafirmación de los derechos de los pueblos originarios con el respeto a la integridad territorial de los Estados nos enriquece y nos fortalece a todos”. Y los indígenas chiapanecos son más que una minimarimba.
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